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Los creemos eternos; larguísimos libros abiertos cuya página última suponemos lejana. Los vemos trabajar, crear, disfrutar, regañar, opinar, ir y venir por los pasillos de su casa, entrar a una habitación y a otra, compilar vinilos y compactos, disfrutar un güisqui o una cerveza, o un tequila o un café. (Y uno preguntará por qué).
Los vemos fuertes, enteros, “robledal cuya grandeza, necesita del agua y no la implora” dice Almafuerte; y son Schubert, o Bach o Beethoven, a Brahms; o son Cervantes y El Quijote y tantas cosas, que al final, cuando el libro de la vida se clausura y la flor que fue se convierte en espina, aguijón, dolor de madrugada, ausencia, no sabemos qué decir. (Y uno preguntará por qué).
Malamente preparados para vivir, peor preparado se está para despedir a los que amamos; miente quien hable de fortalezas cuando la hora –esa hora que no sabemos nunca cuando sonará— llega y golpea casas, vidas, corazones. Un viaje interior –un balance, el debe y el haber de nuestra conducta— no viene mal entonces para valorar lo que fuimos o dejamos de ser para aquellos de quien tan suyos fuimos. (Y uno preguntará por qué).
Si el balance arroja bondad, buena fe, compañía, mansedumbre y disposición en mayor cantidad que disgustos, desencuentros, diferendos, entonces, solo entonces, podemos sentir tranquilidad en el alma, sanar la herida, alzar la vista y seguir adelante. Nada será igual sin duda, pero poco a poco, sabremos que donde sea que los amamos –padres, madres, hermanos, amigos— emigren tiene que ser un lugar diferente a éste y acaso, la duda es cartesiana, mejor. (Y uno preguntará por qué).
No es consuelo saber que quien se va no sabrá más de nada. Que no sabrá de infames políticas sanitarias, ni de muertes acumuladas, ni de errores evitables. El único consuelo, si alguno cabe, es saber que solo los que se quedan lo sabrán y entenderemos entonces, que, ese otro despertar, la muerte, “deparará un tiempo sin memoria” que acaso sea como el Divino Ciego quiere en La lluvia cuando escribe: “Esta lluvia que ciega los cristales/Alegrará en perdidos arrabales/Las negras uvas de una parra en cierto/Patio que ya no existe. La mojada/Tarde me trae la voz, la voz deseada, /De mi padre que vuelve y que no ha muerto”. Y todos, ya se sabe, seremos algún día esa voz que vuelve, porque alguna vez, ya se sabe también fuimos robledal. (Y otros preguntarán por qué).
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